15/3/11

RELATO "CUADERNO DE MARRAQUECH"

Aeropuerto de Barajas en Madrid. Veinte horas del dos de enero de 1997.
Ella es de una nacionalidad incierta aunque vive en Madrid. Viaja sola a Casablanca, donde hará escala hacia Marraquech, la ciudad soñada. Vuela con los sentidos ya trastornados, acechando a todo lo que éstos, como agujeros hambrientos, succionarán en cuanto el avión aterrice. No mide las consecuencias de su júbilo.
Ha leído que el escritor afirma que no hay modo, una manera única, de entrar en el espacio -para ella inventado en mil imágenes- de la Plaza, cuyo nombre no sabe aún pronunciar.
No quiere ser turista ni escribir un diario escueto de actividades prescindibles.
La sala de espera para el vuelo Air Maroc 479 está medio llena de extranjeros; casi ningún árabe. Es época de vacaciones para el mundo occidental. Piensa en los emigrantes pobres, viajando en barco hacia Tánger, deseosos de disfrutar del Ramadán en familia.
Ella aún no sabe ni qué busca ni qué encontrará; sólo goza con el recuerdo de anteriores viajes, cuyas sensaciones perduran a pesar de una memoria que está siempre un poco extraviada.
Escribe en su cuaderno. Tiene los ojos enturbiados, no obstante estrenar gafas nuevas. Sus ojos están ya cansados por el presagio de todo aquello que su deseo de Marraquech le impondrá descubrir.
A las veintidós treinta desembarca en el aeropuerto de Marraquech, bajo una temperatura benigna a pesar de ser invierno.
Experimenta una mezcla de euforia y temor. No le gusta entrar de noche a una ciudad desconocida. Le espera un guía que la introduce en un taxi con cordialidad. Sólo ve las luces de los alminares; quisiera encontrarse con los contornos protectores de la Kutubia, pero el guía se envanece señalándole la exquisita elevación del hotel La Mamounia. El taxi avanza y, de pronto, las luces la encandilan, y el humo de las cocinas se eleva haciendo piruetas fugaces que el viento deshace mientras otras nuevas las suceden. Un movimiento incensante domina a la ciudad y a sus habitantes. Presiente la vecindad de la Plaza.
El taxi penetra los muros de la medina.
Es noche cerrada en el laberinto de sus callejuelas.
No tiene tiempo de ver más que un portal de madera añeja y repujada, y accede a una casa por un patio cuadrado en cuyo centro nocturnece un naranjo generoso en frutos. La luz, desparramada por estratégicos rincones, y el propio guía, van presagiando el descubrimiento de lo que será su viaje durante siete días y siete noches.
Está sola en una hermosa casa marroquí.
Una, dos, seis habitaciones, un baño, ventanucas que recortan el paisaje silencioso y amurallado del patio.
Hace frío. Pide una estufa, practicando sus escasos conocimientos de francés.
El guía le propone una primera visita a la Plaza. Se deja conducir por la oscuridad de la medina. No ve nada. Se le apretuja el corazón pensando cómo evitará perderse. No sabe aún que con las horas, ella aprenderá a ver mejor y cada bulto dejará de serlo, para corriendo de la profundidad del zoco. encontrar en él una dignidad humana. Ahora ve figuras semiescondidas, escucha risas que atraviesan paredes , huele el penetrante aroma de las especias, el apetitoso olor de los tajine, y observa las pequeñas moles casi empotradas en los carcomidos muros que claman a Alá en sus oraciones. Son los ciegos de Marraquech, alimentados por la compasión respetuosa de sus vecinos. No puede evitar un estremecimiento de horror.
Caminan por el ensortijado ilógico de la medina. Ella recuerda otro viaje, a Fez, en que se sintió mareada y tuvo que salir
Todo es ocre y húmedo. En el cielo brilla un cuarto creciente lunar. Ahora siente frío, del que se quiere olvidar.
Entran a la Plaza Xemaá-El-Fná por la esquina donde está al café más turístico: es imponente el poder de atracción con que la multitud abigarrada, sin querer, aturde y aviva, a la vez, sus sentidos. Se siente sola, anhela un brazo amigo que la sostuviera.
Allí está la Plaza, tal cual ha sido descripta por el escritor.
El guía la invita a la terraza del café Glacier: ella bebe su primer the à la menthe y saborea su dulzor amargo.
Siente que el escritor está presente, aunque no lo vea, ni pueda hablar con él. Lleva uno de sus libros en la mochila color yema de huevo.
Espera conocerle, escucharle. Pronto.
Sus ojos, encandilados, ven; ya no imaginan esta Plaza única, y comprende que no podrá encerrarla en ninguna sucesión de adjetivos. A sus oídos llegan sonidos diversos: los tambores que dominan los pies de los bailarines, la flauta que seduce serpientes, las carcajadas de quienes oyen fábulas, el murmullo de los comensales árabes y extranjeros en los puestos de comida, hecha allí mismo, a la vista de todos...el movimiento imparable de turismos, bicis, motocicletas, petit-taxis , el paso apurado y contínuo de los paseantes que van y vienen, como si salieran y entraran una y mil veces de la Plaza, conversando, haciendo transacciones, conquistando turistas, saludándose unos a otros con la mano derecha, apoyándola sobre el corazón. Un gesto que a ella le emociona; sabe que está en una ciudad galante. Para ella, van y vienen sin ton ni son; se mueven por el puro gusto de mantener sus músculos en deslizada acción; rostros amigables, que sonríen y disfrutan.
Ella es una extraña, una visita, una desconocida y, como tal, siente temor a lo diferente, sin asimilar aún que la diferencia está en ella. Se queda sin habla. El guía interpreta su mutismo como cansancio: sabe que la admiración fatiga. Le propone regresar a la maison y ella acepta. Vuelven por el mismo camino.
Para recordarlo, para no perderme –dice ella.
Ahora, ella se queda sola, recorriendo cada habitación de la casa, fantaseando que las irá habitandorá una a una. Deja todas las luces encendidas, para cobijarse mejor en el silencio de la noche clara.
II
A la mañana siguiente, la despiertan los gorriones que sobrevuelan el naranjo. Su cuarto -ha escogido el mayor y más cercano a la escalera que lleva al tocador, no el más bello ni el más elegante- está gélido. Le cuesta abandonar el hueco de calor que su cuerpo ha creado durante la noche. Son las doce del mediodía. Ha soñado con el escritor: éste se le ha aparecido, con diez años menos, como sale en las contratapas de sus libros: alto, erguido, masculino, fuerte, de paso ágil; sus manos las ha soñado demasido grandes, acordes con la magnitud de la literatura que escriben. Montado sobre un corcel negro, todo él vestido también del mismo color; la cara cubierta y una sombra en sus pupilas. Cabalga hacia ella: la mira y la ejecuta con sus ojos también negros, como, también, negro su sombrero de ala tiesa.
La escoge, señalándola con su fusta.
Ella ha despertado con la sensación de no haber dormido sola.
Se levanta, por fin. Abre las ventanucas celestes y mira el sol cayendo sobre un ángulo del patio.
En la sala le está esperando el desayuno. Mira hacia la cocina y ve a la criada, que salta del minúsculo banco y viene a saludarla. No habla fancés, sólo árabe; se entienden con gestos, felices de acertar.
Disfruta de la frescura del zumo de naranja; el café a la turca humea y en la leche hay nata. Eso la asquea, pero no dice palabra. Le parece descortés quejarse por nada.
Mientras come las tortas de harina, untadas con confituras caseras, piensa en que quisiera ampararse en una sensibilidad incorpórea para no temerles. A los marroquíes. Se confiesa que tiene escrúpulos de conciencia por su pobreza y cierta aprensión que no puede definir exactamente a qué se debe. Presume que tiene miedo de hacer el ridículo entre ellos con esos prejuicios que ha traído desde la península. Ha viajado con los temores de los otros: -te van a asaltar/te van a violar/te van a robar/te vas a intoxicar con su comida/no te dejarán en paz con el regateo/no sé cómo te puedes ir sola a ese lugar tan pobre/cuanto menos, reconoce que es temerario, aventurero.
Ella los tranquiliza: -sí, tienes razón/ no saldré de noche/ no andaré sola por calles desconocidas/ me compraré comida en el supermercado/ haré dieta de yogur/¿les parece prudente?/¿me dejan ir y volver?.
Ella busca ver más que mirar; que su ojo, un órgano sensible, objetivo y no corrupto, capte más allá de la apariencia de los paseantes, vendedores, aguateros, mendigos, invidentes, cantautores, relatores de fábulas, encantadores, quirománticas. Toda esa multitud pululante que ofrece, regatea, reza, canta, camina, bebe su té en silencio, y la miran deambular, amparada en su seguridad de europea blanca.
El pálido sol de esta primera mañana se ha escondido detrás del Atlas nevado. La Plaza está más tranquila, más despejada. La mujer vieja la llama. Tiene un mazo de cartas españolas en su mano izquierda. Ella le sonríe; dice no repetidas veces, pero la curiosidad la traiciona. Ha dicho no veinte veces, aunque sin marcharse; finalmente, se sienta sobre el minúsculo taburete y la mujer le coge ambas manos. Ella está sobre ascuas hasta adivinar en esa legua que desconoce, que debe sostener el paraguas que las cubrirá ¿del sol?, ¿del fisgoneo?, ¿de la sorna ajena?. Se deja acariciar la mano derecha.
-Bien l`argent, bien l`amour, bien la santé- asevera la vieja.
-Tout va bien-replica ella, con una carcajada. La vieja le coloca dos cartas en la mano, se la cierra y la apoya contra su pecho. Luego, suelta con voz seca: diz dirhans. Ella paga, creyendo que paga más. Se ríe de sí misma, de su estupidez de turista.
Camina sin rumbo alrededor de la Plaza, fascinada por el tumulto; con el tiempo comprobará que la muchedumbre se mueve acompasada, siguiendo un orden implícito en la repetición de los mismos actos. En eso, ella, con el pasar de las horas, no se diferenciará de ellos.
Se sienta en la terraza del café Glacier. A devorar lo que ve. Ha viajado con el recuerdo de las experiencias de Barthes, Canetti, Pierre Loti, Sir Richard Burton. Y con algunos de los libros del escritor. En un ejemplar está escrito su número de teléfono, pero aún no se ha atrevido a llamarle. Intenta escribir unos apuntes, pero le falla el verbo genuino, que sí ha encontrado en las páginas subrayadas y ajadas de sus autores.
Sabe que primero ha de mirar, oir, oler, incluso, masticar. Luego, quizás, podrá escribir. No pretende darle un sentido a la realidad que vive (¿o sueña aún?), sino, quizás, reescribir la ciudad y su Plaza; hallar una revelación ,como si de un interminable haiku la inspirara.
Es imposible sentirse en casa-piensa.
Está irremediablemente perdida, aunque vaguea de un bar a otro y ya es para los camareros una cara conocida.
Descubre en la mirada de los turistas una ceguera bárbara. Ve a través de sus ojos. No puede creer que no hayan quedado cautivos, decididamente capturados, en las sensaciones y sentimientos que ellos a pesar de que ellos ignoran, existen. Le dan pena, risa y, a veces, impaciencia.
Es exquisito el café con leche. Está en horas de Ramadán, entre las seis de la mañana -hoy la han despertado súbitamente las voces de los almuédanos, confundidas todas en un lamento que envuelve, sin escapatoria, a la ciudad entera- y las seis de la tarde, justo cuando la herida crepuscular enrojece los rostros.
Le resulta imposible distinguir y reconocer una figura determinada en esa muchedumbre heterogénea que forma halcas atentas, expectantes ante la destreza del fabulador que, como Scherezade, juega con sus oyentes.
A su alrededor, se arremolinan unas mujeres bereberes, quieren venderle algo, lo que sea. Se niega. Ellas no le dejan. Agotada por la insistencia, le acepta un monedero a una y le regala el suyo propio. Otra intenta venderle pulseras de dudosa plata y ella le da a cambio el monedero permutado. Ambas mujeres se enfrascan en una violenta discusión y terminan dirigiendo sus imprecaciones hacia ella.
De pronto necesita regresar al abrigo de la casa.
Camina casi segura de no equivocar sus pasos. Busca señales en los chiringuitos, en las mezquitas, en los huecos de los muros, pero se pierde.
Una angustia conocida no le impide caminar.
Se acerca a un hombre con chilaba. No habla francés. En su cuaderno lleva la dirección escrita en árabe. Se acerca a otro. Lo mismo. Escoge, entonces, a uno con traje occidental. Con recelo y temor le dice que se ha perdido, le enseña la extraña grafía. Él dice oui, oui. La acompaña, silencioso, hasta la puerta y allí le cuenta una historia sobre los orígenes de la casa, sobre la existencia del oro con el que unos europeos se hicieron millonarios. Acto seguido, se despide ceremoniosamente.
Entra gozosa: ya no le importa perderse. Sabe que alguien siempre la rescatará.
Por fin se siente segura, cuidada, protegida. Mañana llamará al escritor.
III
Le telefonea. Quedan citados a las veinte y treinta en el café Satas, junto al Glacier. Ella está nerviosa y excitada como una colegiala adolescente, que fuera al encuentro de su ídolo rockero.
En verdad, lleva mucho tiempo esperando esta cita, desde las páginas de sus libros. En especial, relee siempre Makbara, desde que tuvo su primer contacto con Marruecos, muchos años atrás. No sabe aún si ha ido a verle a él. O a la Plaza. Estará con él en la Plaza.
Exactamente a la hora indicada, encuentra el Satas. Es un café poco iluminado, viejo y modesto, con una terraza llena de marroquíes. Ningún turista entorpece la vista con su cháchara. Todo es tan real que ella no puede creerlo, tan poderosas eran sus imaginerías. Se va acercando a la mesa donde él está tomando una bebida. Él es mayor de lo que ella creía. Sus manos tienen dedos muy finos. Se mueven acompañando la melodía del árabe que habla con fluidez. Se estrechan las manos. Se miran. Él la convida a sentarte. Ella no sabe qué decir. Él le pregunta cómo se siente. Ella contesta que muy azorada, pero bien.
Silencio.
Él le cuenta que María Kodama acaba de irse y que Borges ha estado dos veces en Marraquech, ciego ya. Ella recuerda haber pensado en la mirada imposible de Borges, pero no se atreve a decirlo. Piensa que está con uno de los intelectuales europeos más comprometidos que ha dado España en los últimos años.
Él dice: -España es incorregible.
Ella asiente, desdichada por su regreso próximo. Olvídate, -se impone-, ahora estás con él.
La noche está límpida. El cielo negro. La luna continúa creciendo hacia su plenitud.
Él pasaría por marroquí sin problemas: tez cetrina, una nariz más afilada de cómo aparece en las fotos, sus labios…¿cómo son sus labios?, ¿cómo puede no acordarse si ha bebido sus palabras sin quitarle ojo a su cara de rasgos esculpìdos?. Habla poco. Va soltando su ácida y risueña ironía en anécdotas prolijas; él mismo se ríe de lo que cuenta. Luego, calla, como para dejar que en la cabeza de sus contertulios sus pensamientos maceren bien. Él hace pensar. Lo sabe. Lo explota. Sólo menciona nombres cuando habla de sus autores predilectos. Cita a Canetti: -Es genial cuando asimila un grupo de camellos comiendo a unas ladies inglesas tomando el té. Se ríe.
Ella está contenta: empiezan a compartir señas de identidad. Es cauta y tímida. No quiere abrumarle contándole quién es, qué hace, cómo vive, pero le gustaría hablarle de su soledad.
Él la tutea; ella, de usted.
Una pareja de hombres se presentan de improviso. Uno es vasco; el otro es bereber. Le preguntan cómo hacer los trámites para que Abdel -así se llama el bereber- pueda salir legalmente de Marruecos. Fernando -así se llama el vasco- quiere llevárselo a San Sebastián. La tertulia acoge a la pareja, que se une con gratitud.
A las veintidós horas, él saca una billetera, unida a su pantalón por una fina cadena de plata, y paga la ronda. Se despide con cierta solemnidad.
Los dos hombres la invitan a la casa de Abdel a tomar la recena. Ella acepta encantada. Caminan ligeros por otro sector de la medina. Compran especias y tabaco. En la humilde casa bereber ella es atendida por las mujeres como una visita excepcional. La soledad se ha esfumado.
A las dos de la mañana, emborrachados de música argelina, salen a la densa noche. Casi no hay gente, ni en las calles ni en la Plaza. La pequeña ciudad dormita hasta la llamada de las cinco del almuédano, para hacer la última comida antes del ayuno. Cumplen todos, mujeres y hombres, las reglas del Ramadán, con alegría. No es un sacrificio como la cuaresma católica; es, más bien, la conquista de la templanza, una generosa ofrenda a la fe.
Resulta imposible pensar la violencia en este clima.
Ella los guía orgullosa por todas las habitaciones de la casa, como si fuera suya.
Luego, cuando ellos se marchan, su pensamiento del escritor vuelve a acompañarla. Si fuera capaz de dejarlo penetrar en su sueño.
IV
Se levanta eufórica. Desayuna, se ducha y sale en su búsqueda.
Su estancia en Marraquech se asemeja al cerco que ciertas enamoradas establecen alrededor de su objeto amoroso. Deambula desordenadamente. Se acerca a los cafés que él frecuenta, esperándole, pero como si se tratara de un encuentro casual. Éste se produce a las cinco de la tarde. Ella está en el Satas. Él pasea con un niño árabe cogido de la mano.
Acepta sentarse a su mesa y le cuenta:
-Esta ciudad me ha ofrecido el mejor homenaje de mi vida. Nunca podrán repetir algo parecido. A raíz de la traducción de mi libro Las virtudes del pájaro solitario, un grupo de intelectuales reunió a todos los criadores de pájaros de Marruecos, acudiendo cada uno con un pájaro; a su órden las aves me regalaron una sinfonía. ¿Tú crees que en España serían capaces de tanta elegancia?. Allí lo que se lleva son coloquios solemnes y presentaciones aburridas. Cada vez que debo viajar a la península, durante diez días antes estoy a régimen de hierbas y tisanas.
Después le comunica su proyecto de organizar en Marraquech un homenaje a Borges en el centenario de su nacimiento.
-Aquí, la gente lee a Borges- afirma, orgulloso del que reconoce como su pueblo.
Ella intenta imaginarse Borges en grafía árabe. Delicioso.
A las seis menos cuarto, él participa de la nerviosidad de la muchedumbre, de su agitación, porque ya empiezan a saborear la harira que los reconfortará de la abstinencia. Todos caminan con rapidez y decisión. Él se despide hasta la noche.
Ella se queda raptada por sus palabras, sola, hasta que el frío le quiebra los nervios. Está inmóvil, prisionera de las luces de la Plaza y del ajetreo humano que se agita en su centro; los corros se desvanecen para volver a formarse otros nuevos en torno a una repetida pero siempre nueva distracción.
Ella rememora sus decires. No sabe si es fiel en la reproducción puesto que él habla de una manera, a la vez, rica y escueta:
-No es posible que yo sea tan ignorante de adjetivos. Usted inventa. Usted crea sus neologismos y los dispara como si hubieran estado allí, en el lenguaje, desde siempre y desde su más oculta semiología -recuerda haberle dicho.
-Me gusta contagiar a la gente de la locura del gramático- ha respondido él.
Ella sonríe porque padece del mismo mal. La enfermedad de las palabras. El vicio de la lectura; escribir, escribir, escribir siempre a un testigo inexistente. Escribir aun en la desesperación. Dejar que el lenguaje lo haga todo por una, eso quisiera ella. Acepta, por fin, que lo desea.
Él interrumpe la plática que mantiene en árabe con sus amigos y le comenta al oído: no creas que Makbara no me costó tiempo y esfuerzo de condensación.
Es por eso que nadie podrá escribir la Plaza como usted -dice ella.
Su presencia es tan potente que resiste el frío y la soledad, incluso el hambre.
-Usted ha logrado eclipsar mi admiración por Roland Barthes. ¿Le conoció?.
-Sí, claro, pero nunca pude hablar de literatura con él porque nos encontrábamos en lugares non sanctos.
Agradecida por esa muestra de confianza, regresa a la casa, esclava de su libros.
Se deja enredar por la malla mágica que él va construyendo con los vocablos para que desde el vacío de lo innombrable nazca la trama de una historia. Es, como él en su palabra hablada, literatura a secas. Y por eso le ama. Y, también, por su porte imponente y su sana alegría con los niños.
Abdel y Fernando la rescatan de su abstracción. Se van los tres a cenar juntos.
-¿Sabe que la de Fernando y Abdel es una historia de amor?. Me lo han contado anoche, en el transcurso de la cena. Me han sugerido que se lo deje caer -le ha comentado al escritor.
-A partir de ahora hablaré a Abdel en castellano para que pueda practicar su futura lengua, aunque no entiendo que alguien quiera vivir en España –contesta él.
Al poco rato, ella se agota con la visita de la pareja. Quiere quedarse a solas con la idea de él.
La pareja se marcha, les despide afectuosa, y va apagando las luces de la casa hasta llegar a su larga habitación.
Se desnuda con parsimonia, pensando en él, que la mira desde la foto fija de la contraportada de uno de sus libros. Ella queda expuesta a esa mirada de papel, y se le inflama el cuerpo. Lo imagina dentro suyo y se duerme.
V
Al despertar, un gorrión camina por las alfombras del cuarto. Da las gracias a Alá por ese regalo y se viste con prisa. Quiere perderse en la medina para acabar de conocer sus olores, sus ruidos y sus heridas.
El almuédano canta la oración y el sonido se hace ensordecedor cuando las voces se mezclan en ese rezo que se eleva unánime.
Es sobrecogedor. Angustiante, quizás porque desconoce esa mística. No obstante, habita en ráfagas de dicha. Y ahora, cuando despierta, ya puede decir sucram (gracias), mar haben (bienvenida), had (suerte).
La mesa del desayuno está preparada. Cada vez come un poco menos. Se consunce en otros placeres. Deja que el tiempo le pase. Quisiera poseer la infinitud del lenguaje.
Rememora las meditaciones de Borges sobre el tiempo. Un libro se lee para la memoria. Nuestro estado es la sucesión y desde este punto de vista, no habría presente, todo sería pasado y futuro; o, al contrario, todo sería presente que se fue, imperdurable sólo para el recuerdo. Nosotros estamos hechos, en gran parte, de nostalgia y humo. A ella le gusta la metáfora de James Bradley: que el tiempo fluye desde el porvenir hacia el presente; que aquel momento en el cual el futuro se vuelve pasado, es el momento que llamamos presente.
A ella le convendría, a su deseo, que el futuro -el que ella imagina a cada momento- se hiciera presente, incluso pasado, para el recuerdo. Y allí encontrara su lugar en la eternidad. Hasta el momento, sólo la palabra resiste los tres tiempos. Por eso, ella lo lee y en su lectura se reúne con todos los lectores del mundo que alguna vez le han leído o le siguen fielmente releyendo.
Ella lo hace individualmente suyo desde la lectura y cada vocablo acaricia sus sentidos multiplicando resonancias. Así, el mundo se le convierte en la música de su Literatura, de su lenguaje, de su voz, de su escritura, de su texto extraliterario que enlaza con las vivencias de su vida, de su frondosidad en la descripción o su extrañeza en el fragmento.
Se adormece con el suave sonido de la lengua árabe de unos parroquianos que comparten una mesa cercana.
En Marraquech, el paso del tiempo sólo puede apreciarse mirando cómo se consume la colilla del cigarro. Se presiente el desvanecimiento, a lo largo de las largas horas, del tiempo que se lleva el día: esperándole. A veces, ronda a horas diversas los sitios por donde él suele caminar. Espera encontrarle. Y, si no sucede, no importa, ella se acurruca entre dos páginas de uno de sus libros.
Él le cuenta anécdotas que ilustran la estupidez humana:
-Un periodista escribió que "el nivel de vida en Marruecos es tan bajo que los pobres ciudadanos no tienen dinero ni para tomar un té. Están sentados en los cafés de la ciudad, sin poder consumir nada." El pobre imbécil, no había caído en la cuenta de que estaban en las horas de ayuno del Ramadán. Escuché una vez a un turista manifestarse asombrado ante la creencia de que los marroquíes no consumían alimento durante todo el mes del Ramadán.
Él está hoy inspirado. Curado de su gripe, su aspecto es más juvenil; con su camiseta y cazadora verde caqui parece un soldado israelí. Se lo dice y él sonríe. Ella mira sus labios finos, hay cierta perversilla picardía en ellos. Hacen juego con su nariz aguileña.
Hablando de estupideces, recuerdo -dice él- (y ella piensa: va a largar otra ferocidad)- a un conocido autor que sostenía que su libro de cabecera era El Quijote; insistía en que desde años no hacía nada más que releer a Cervantes. Sin embargo, cuando leías algo suyo te percatabas de que El Quijote debía haberle servido de almohada porque no se veía en su obra rastro alguno del cervantino.
Siempre sonríe cuando cuenta algo gracioso; se ríe de él y de todo el mundo.
Acallado el efecto cómico de la anécdota, sentencia:
-No se puede haber leído El Quijote sin que la propia escritura no quede impregnada de su concepción de la novela moderna que hay en sus páginas.
Y calla. Como siempre que dice algo serio.
-¿España?…España es incorregible- afirma categórico.
Ella le cuenta su diálogo con unas turistas:
-¿Sola?, ¿en la medina?, ¿entre ellos? -le preguntan incrédulos.
Esta gente está atrasadísima. No han llegado ni al 1492 -dice uno de ellos.
-Ah!, todavía no les habéis echado de España -contesta ella.
Él se ríe. Sintonizan.
-Mira a esa extraordinaria mujer, -le dice, señalando a una mendiga-, sólo acepta cigarrillos encendidos.
Ella no puede sustraerse a la atracción de la Plaza, aún cuando él habla. Su voz agiganta ese efecto de hipnosis en que ha quedado aturdida desde la primera noche. Ahora, además, él le ayuda a mirar sin espejismos.
El escritor hace una vida ordenada. Se levanta a las nueve; desayuna, trabaja de diez a una; sale a dar una vuelta. Vuelve a casa, lee, dormita, piensa. A las cinco y media, o quizás antes, se pasa por el café de France o el Satas, para otear si hay amigos.
Ella ya le conoce los horarios y merodea -cafetea- siempre dispuesta al encuentro fíngidamente casual.
Como es tiempo de ayunos, a las seis menos cuarto él se apresura, acompañado siempre de alguno de sus dos compañeros, -son mi familia marrakich - dice él -, por volver a su casa de los dos naranjos para tomar junto a los niños la primera comida. Después, él se echará un rato. Y a las ocho y media, nueva cita en el café, rodeado de hermosos y conversadores jóvenes nativos, que lo saludan con cuatro besos y algunos abrazos.
-Cómo se puede, en Europa, ser racista con hombres tan bellos como aquel -dice, señalando el rostro amable de un amigo que ha pasado una temporada viviendo en España. Le cuenta su historia: -Como trabajaba de chófer de un importante empresario, éste le pidió que llevara un Hispano-Suiza de una ciudad a otra. Cuando paró en un pueblo, los parroquianos de un bar lo confundieron con un rico jeque y no querían cobrarle la consumisión. Había pasado, en segundos, de esclavo a rey.
Ella se atreve a contarle su día. Ha ido en ciclomotor, conducida por Hassan, el pintor de acuarelas de la Plaza, a los Jardines Majorelle y, ofuscada por tanto color, se ha hecho un montón de fotos. Luego, la ha conducido al olivar desde donde descubre la serena hermosura de Menara. El Atlas parece un enorme helado de nata y chocolate.
Han recorrido el Marraquech moderno, de altos y feos edificios, con grandes hoteles sobre anchas veredas de mosaicos a cuadros. Desiertas. El sol le calienta la espalda y es feliz por la aventura. Hassan parece un amigo de toda la vida: así se inician las relaciones en Marraquech, sin alharacas ni demasiado trámite. Naturalmente. Con un buenos días y una invitación a beber té.
VI
Terraza del Café France, sol enardecido sobre mis carnes frías.
-Lo deseo. Deseo que proclame: eres increíblemente bella. Que me rejuvenezca piel y latidos.
Garabatea versos malos, inconclusos. Recuerda a Canetti que llegó por primera vez a esta ciudad, sin referencias ajenas, sin la curiosidad de consultar alguna Guía turística, y exhumó los mejores textos sobre sus calles y escondrijos, sobre esos patios, centro de la casa, y que atrapan, en la intimidad, un trozo de cielo azul y libre. El sol por las mañanas es siempre débil y tierno, pero va desarrollando su potencia, amarilleando las alargadas horas, hasta su cenit, cuando ensangrenta todo. La visión humana no alcanza la magnitud de esa armonía que, natural, se repite día a día, como los cantos de los ciegos.
Se necesita de la soledad de la amplia casa para escapar a las voces de Marraquech. Huir del sonido para hartarse de su ausencia y retornar, como una drogradicta, a él.
Hassan, el retratista, le ha declarado su disponibilidad erótica, pero ella le advierte con dulzura que su pensamiento ha sido arrebatado por el escritor. Hassan se resigna, aceptando que ella le dé plantón porque aquél ha pasado, de improviso, delante de la terraza del café France. Ella corre a saludarle.
Ella está de acuerdo con Canetti: los buenos viajeros son despiadados, se sienten fascinados ante lo más atroz. Así le pasa a ella con el ciego vestido de gris que está siempre, día y noche, apoyado, caído sería mejor decir, sobre el muro descascarado de una mezquita. Más adelante, junto a la librería abarrotada como un bazar, en una superficie estrecha, y cuyos estantes rebosan de ejemplares del Corán, están sentados otros dos ciegos. Están cogidos de la mano e imploran la limosna con voces agudas, que no inoportunan el paso cansino de los turistas. Todos los días, cuando sale o regresa, busca al ciego; es la señal de que va por el buen camino. Al atravesar el pasillo más oscuro -el mercado de los alimentos, un extraño pasaje donde los coches colapsan con las mulas y la marea humana que se desliza a pie o en bici o en motocicleta- cuando vislumbra el arco de salida a la Plaza, siente que sus pulmones se ensanchan. Renace liberada. Ya sólo la separan dos pasos de su compañía o de su espera.
VII
Regresa a la casa cuando su deseo de él se hace imperioso. Y, allí, amparada por los muros de la casa, se hace feliz. A las ocho y media, llega serena al café, sin denotar turbación.
Ha adelgazado a pesar de los platos apetitosos y saludables que le prepara Miriam.
A veces, en medio del sueño despierta arrebatada.
Tiene miedo de enloquecer. No quiere abandonar Marraquech. No quiere volver a España.
Él la ha invitado a cenar por segunda y última vez. Ella le ha llamado para disculparse; ha confundido la fecha de regreso, debe volver antes de lo previsto.
Él vive en otro barrio de la medina, entrando (o saliendo) por otro ángulo de la Plaza. Se pasa casi directamente a un hermoso patio. Ella se imagina a los supuestos colectores escribiendo los capítulos de Las semanas del Jardín. Dos naranjos. Cómodos sillones. Ella presiente la fresca paz que hará en agosto. Él la introduce en el salón-comedor. Una gran reproducción de la primera página de Makbara, en árabe, destaca sobre la pared. Un rincón abierto a la tertulia, con revistas y periódicos bien ordenados sobre la mesa redonda. Allí se sientan mientras los niños miran el telediario de una cadena francesa.
Hablan de poesía. El le recomienda al poeta Valente.
Ella le recita un poema de Bergamín:
Nuestro encuentro/fue el encuentro/de no poderse encontrar/encuentro de cielo y tierra/encuentro de viento y mar.
Él la mira, a ella le parece, que asombrado.
Después de cenar, él hace su siesta. Como ella lo sabe, se despide pronto. No alarga la velada, aunque quisiera poder reposar junto a él.
Quedan citados para la noche.
Aparecen dos jóvenes periodistas, muy hippies y despistados; creen que podrán escribir un artículo sobre Marruecos. Él los escucha atento. Les contesta todas sus preguntas.
Ella les murmura al oído:
-Escuchad y callad. Escuchad y pensad. Escuchad, pensad mirando la Plaza.
Él sonríe. Los chicos hablan. Ella supone que él les tiene paciencia porque el muchacho es muy bello.
La chica pregunta por un hamán. Él cuenta que cuando su hija fue a los dieciocho años a un baño, las mujeres marroquíes se acercaban y le tocaban las manos, asombradas de tanta palidez.
Él no puede con su genio, con su verbo generoso en inventos.
Se saca neologismos de la manga: -Yo medineo, tú medineas...
Se despiden tan puntualmente como se han saludado de inicio.
Él dice: -Encantado.
Ella se atreve a despedirse con cuatro besos.
Se separan. Se da la vuelta, pero él ya no la mira.
Esa noche, ella sueña con él. Lo sueña vestido con chilaba negra. La capucha puesta y los ojos resplandecientes: en el centro de la cama, ella se satisface, él la mira hacer, gozoso con la amorosa licencia del instante.
Al amanecer, escribe en su cuaderno: En el café Satas un desconocido espera.Voy.
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Nota del editor
Este cuaderno fue encontrado en la casa situada en el número 2 de la rue Der B Tizougarin, propiedad de la organización Medina Marraquech. Titulado "Cuaderno de Marraquech", estaba dedicado al escritor barcelonés que, como todos saben, vive y escribe en esa ciudad.
Cuando preguntamos sobre la identidad de la autora, nos dijeron que era una periodista de Madrid, que había alquilado la casa por una semana y que había desaparecido un día antes de cumplirse el contrato. Sus datos, corroborados, resultaron falsos. Acudimos al escritor para que nos diera datos, pero aseguró, sorprendido, no conocerla ni tampoco haber sostenido los diálogos en los que aparecía aludido. Preguntamos a los vecinos y algunos la recordaban como una mujer sola y amable.
Por la noche, en la Plaza, escuchamos a un juglar contar la historia de una europea que había ido a conocer la Plaza y al famoso escritor. El cuentacuentos proponía medinear para descubrir su paradero.

Mi Delta del Tigre en otoño


                                                  La soledad del navegante...

Amistad

Con mi amigo Osvaldo Bayer en "El Tugurio"... ¡bebiendo Campari!
Noviembre/2010/ Buenos Aires